Blog de Antonio Javier Roldán sobre adolescencia y educación

Verano del 82


miércoles, noviembre 10th, 2010

 

Verano del 82

Mi verano de los trece años transcurría con un “pavo de manual”, alternando los partidos de chapas del Real Betis Balompié, en el que brillaban las patorras de Gordillo, Rincón o Esnaola, con el examen visual de las largas piernas de mi vecina de piscina. Lo normal, vamos. Fichando como niño para lo que me interesaba y sacando pecho de adulto si la ocasión lo merecía, es decir, Jekyll para ganar la Copa de Europa –lo de la Champions League es para yogurines- y Hyde para ti, nena.

Creo recordar que aquella mañana era domingo, quizás porque todo estaba silencioso y tranquilo en la urbanización donde pasaba las vacaciones. Me asomé a la terraza meditando sobre qué personalidad me pondría para salir, por aquello de ir bien conjuntado emocionalmente y tal, cuando entonces te vi. Estabas tirada sobre el césped, brillando de rocío y agotada tras una noche de presumible juerga. Confieso que dudé por un instante, porque estaba seguro de que en unos minutos despertaría del sueño y tú te alejarías de mis dominios.

Sin embargo, mi Hyde me decía que aquello era una aventura más interesante que humillar al Real Madrid en un partido a vida o muerte, por lo que fui a buscar a mi madre y le dije aquella frase para la posteridad: Madre, tengo que partir a una cita con mi destino. Bueno, realmente no fue así, creo recordar que, para no alterarla, lo edulcoré un poco: Mamá hay una cinta de casete tirada en el césped… Que si puedo bajar. Ella me dejó, con ese instinto que tienen las madres para percibir los momentos sublimes de la vida. 


Por ti romperé las reglas, guapa –pensé mientras me colaba en el inmaculado césped recordando que el jardinero estaría roncando en su día libre-. Sigilosamente me acerqué al lugar donde reposabas, procurando no ser descubierto. Un perro que pasaba por allí ladró tras reconocer mi instinto innato de cazador. Nada me detendría. Y allí estabas, deseando encontrarte conmigo, junto a un envoltorio gastado de chicles, humillada en tu injusta soledad. Te tomé entre mis manos y dejaste escapar un tenue suspiro antes de presentarte: “Rock´n´Ríos” – Miguel Ríos.

Así que era eso, un disco de rock del tipo ese que hizo la canción de misa del “Himno de la alegría”. Pues vale, pues me alegro, pues eso. Una cosa era acordarse todos los días del árbol genealógico del socorrista de la piscina, que nos machacaba a diario con el “Maquillaje” de Mecano, y otra muy distinta escuchar rock´n´roll, yo, un tierno Jekyll. Nena, te equivocas conmigo, soy un tipo formal, un caballero de los de antes, uno de los que cogen los vinilos de sus padres y no pasa de los Beatles –con reparos-, así que si vienes a pervertirme musicalmente que sepas que vas de cráneo y contra el viento.

Ante mi postura cerrada y mi decisión irrevocable, la pobre cinta tuvo que estrujarse el coco para que la hiciera caso. Lo que ignoraba era que me había topado con un rival muy duro. Como quien no quiere la cosa, empezó a restregarme la canción de misa, el blues ese del músico que va en autobús mirando hacia el sur –andaría desnortado, el pobre-, la balada de una Lucía que de santa tenía poco, y así hasta plantarse delante de mí y soltarme cuatro cosas sobre los peligros de las drogas, la invasión del microchip en nuestros hogares –era una gran pitonisa, la cintita- y recordarme que mi tierra se llamaba Al-Andalus, con sus melodías sensuales y eternas. Ya me tenía medio atrapado en sus garras cuando decidió darme la puntilla final versionando a Burning, Asfalto o Leño, aquellos grupos que mis compañeros, más adelantados en la adolescencia, pintaban en sus carpetas como tatuajes de papel. En aquel momento recordé las palabras de Darth Vader invitando a Luke a pasarse al lado oscuro, y un escalofrío me recorrió por completo. 

De esta manera Miguel y su casete me derrotaron, y tras el “Rock´n´Ríos” llegaron nuevos discos con el paso de los años, como aquel que le pedí a mi padre en el año 1984 por mi cumpleaños, “La encrucijada”, que también coincidió con un nuevo paso en mi evolución personal, convirtiéndome en el adolescente perfecto.

Han pasado casi treinta años desde entonces. No conservo aquella cinta, pero si el disco compacto del “Rock´n´Ríos” y el LP de mi cumpleaños. Miguel ha dicho que se jubila, que tiene cuerda para rato, gracias a su dedicación y a cómo ha cuidado su cuerpo, su voz, sus ganas de cambiar el mundo y su ilusión por explorar nuevos caminos, pero que ahora quiere volver a Granada, como ya avisó en una de sus canciones. 

Hace poco tuviste la amabilidad de aceptar que te entrevistara para “La pavoteca”, aunque no me atreví a contarte la historia del niño que entrando en la adolescencia se encontró contigo una mañana de verano. Por eso no he dudado en acudir a tu fiesta de jubilación, un concierto que ha servido de homenaje al trabajo bien hecho, al amor por el esfuerzo, la constancia y la coherencia. El adiós de un músico, pero también de un profesor, porque las letras de tus canciones y tu profesionalidad podrían volcarse en un libro de texto para mis alumnos, que se están abriendo a un mundo que no les gusta pero que a la vez les atrae sin remedio. 

Permíteme también decirte que seguirás sonando en mi casa y que el otro día disfruté en tu concierto igual que aquel niño del verano del 82, sólo que ahora Darth Vader se ha convertido en un recurrente disfraz de Halloween, las chapas sólo se emplean de atrezzo para “Cuéntame” y mi parejita Jekyll y Hyde se van de juerga y no me avisan. Los muy traidores. 

Bye bye, Ríos.



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