Blog de Antonio Javier Roldán sobre adolescencia y educación

¿Dónde estás?


viernes, octubre 7th, 2011

 

¿Dónde estás?

 

Había terminado por fin la jornada semanal y me acercaba al metro soñando con el fin de semana, porque mi indicador personal de batería me avisaba de que mi cerebro estaba al borde de la descarga tras unos días de mucho trabajo. Gracias a alguna mente retorcida, que ha decidido cambiar todas las escaleras mecánicas a la vez, debo tomar el ascensor hasta mi andén, salvo que quiera realizar un tour subterráneo por el laberinto de las obras. Otros rostros cansados me acompañan en la fila de acceso al ascensor.

 De repente tres niñas se acercan a nosotros, voceando a los cuatro vientos las virtudes de un tal Tomás, al que los oídos no le pitan, le estallan. No son de mi colegio, pero no se diferencian mucho de mis alumnas, así que miro con una sonrisa cómplice a mis aturdidos compañeros de viaje, que contemplan a las tres adolescentes con espanto. Una de ellas, que se llama Ana, se despide, y las otras dos irrumpen en estampida en el diminuto cubículo que nos transportará a las profundidades. Una abuelita las mira con angustia mientras su marido mueve la cabeza gravemente. Para mí ese es el pan de cada día, así que no me extraño cuando una de la niñas me grita: “¿¡Has pulsado el botón de la línea 6!?”. Sí, balbucí temiendo que volviera a aturdirme.

 Entonces ocurre. Las dos niñas, sin ponerse de acuerdo, sacan sus móviles de diseño Blackberry y comienzan a chatear convulsivamente. Claro, todos pensamos: “que gracia, para un minuto que estaremos aquí encerrados se ponen a jugar”. Pues no. Error. Están comunicándose con Ana, la amiga que acaban de dejar arriba. ¿Qué dice Ana? Que está en el andén de la línea 7. ¡Cómo ha corrido! Se abre la puerta del ascensor en ese andén. ¡Tíaaaaaa! Parece mentira que dos gargantitas puedan eclipsar la entrada de un convoy en la estación. Ana saluda desde la lejanía levantando su móvil cual trofeo. La abuelita se estremece ante el impacto auditivo y los saltos de las interfectas, mientras su cariño le acaricia la mano para tranquilizarla. No pasa nada, no pasa nada. Ya llegamos… Se cierran las puertas. Seguimos descendiendo… ¡Ping! Está usted en el nivel 3. Las niñas salen gritando sin dejar de mirar la pantallita, mientras que yo miro con prevención las vías que se abren como un abismo que parecen ignorar. ¿Qué le has puesto? Que dónde está. ¿Y qué te dice? Que en el nivel 2. Claro, es rápida, pero no es superwoman.

 

 

El tren está llegando. Escojo un vagón tranquilo -lejos de ellas- y me siento a pensar. Es curioso, apenas tienen 12 o 13 años y tienen en sus manos un juguete de unos 300 euros que utilizan para trivializar la comunicación. No digo que yo a su edad no usara el teléfono y las notitas en clase para chismear con los amigos, pero no portando un artículo de lujo por la calle. ¿Serán mis dos pavitas capaces de decirle a Tomás que ojos tienes prenda sin usar el aparatito en cuestión?

 

Algunos de mis alumnos ya estrenaron el móvil en su primera comunión, tienen ordenador en casa desde primaria y disponen de decenas de canales televisión y acceso a internet, donde nos dan siete vueltas a los adultos. Sin embargo han perdido la calle, aquellas tardes de encuentro en el patio del barrio o jugando al fútbol en el asfalto hasta que alguien gritaba “¡Coche!”. Alguno de ellos protestará (¿Vía Twitter?) y me dirá que no todo es pantallita, que la calle sigue siendo suya. En parte es verdad, porque los veo haciendo vida social en la puerta de un “todo a 100”, con el móvil en una mano y el refresco en la otra.

 

 

 

Me imagino que este es el tipo de relación social que nos aguarda en el futuro, pero no puedo evitar pensar con tristeza en lo que se van a perder. Quizás nunca sepan lo que es esperar al cartero, abrir un sobre y percibir la huella de ella en los trazos que escribió aquel día que me evocó sola al atardecer. Aprenderán pronto a decirle a Tomás “¿Me agregas” o “stoy x ti”, pero su lenguaje corporal puede reducirse a mover los dedos con agilidad felina sobre el teclado. No necesitarán ponerse las gafas del otro para ver el mundo como él, porque este habrá especificado su estado de ánimo en el perfil.

 

Y entonces llega el día en que papá y mamá les sientan en el salón y le cuentan eso de la relación entre la crisis y el paro, y que los ajustes llegan a casa. Fin de la fiesta. Así que la Blackberry se da de baja y mis dos compis de ascensor se quedan excluidas socialmente. No pueden vivir sin estar conectados a todas horas. Ahora son unas parias, que solo tienen vida social por la noche al coger el ordenador, y eso si no están castigadas (hemos cambiado el “a la cama sin postre” por el “a la cama sin internet”). Ahora se van a perder muchas informaciones que a nosotros nos parecen intrascendentes, pero que para ellas es “estar o no estar”. Entonces descubrimos que eran unas yonkis del móvil, que esas alegres niñas padecían “nomofobia” y que la pérdida de su terminal es un acontecimiento trágico.

Unos padres nunca le comprarían a estas niñas una botella de ron, una cajetilla de tabaco o una china de marihuana, porque son drogas reconocidas, pero no ven peligro en regalarles un móvil de este tipo. ¿Nos estaremos equivocando? Lo sabremos en los próximos años. 

 

 

 

 


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