domingo, marzo 25th, 2012
El templo del saber |
El otro día me enteré de que la célebre Enciclopedia Británica va a dejar de publicarse en papel puesto que ya sólo suponía un mísero 1% en las ventas totales. Parece ser que el resto del negocio se mantiene con prosperidad en internet a pesar de la competencia de la Wikipedia. “Parece lógico”, dirán algunos, o “¿qué coño es una enciclopedia?”, preguntarán los más nuevos. El caso es que, entre los eBooks y las webs de consulta, poca gente se animaba a enlibrar el salón como en aquellas añejas consultas de medicina y abogacía que olían a tabaco de pipa y a lignina avejentada.
Todavía recuerdo con cariño mi primera incursión en una biblioteca para perpetrar un trabajo de geografía para el colegio. Se trataba de una biblioteca patrocinada por una caja de ahorros, muy cercana al parque donde jugábamos. Allí acudimos seis preadolescentes para empaparnos de conocimientos sobre alguna de nuestras provincias, cuyo nombre no consigo recordar. Total, todas me parecían iguales, salvo por el escudito y el traje regional que apreciaba en mi colección de sellos. El caso es que nos presentamos allí, con nuestras carteras a la espalda, ante la bibliotecaria, una mujer que nos parecía una anciana, pero que no debería pasar de los cincuenta años. Mote inmediato: la señorita Rotten Meier. Ella nos miró con una mezcla de espanto y severidad que, así de primeras, nos acojonó bastante, seamos sinceros. Nos señaló una mesa situada en la entreplanta, alejada del resto de lectores, y nos dijo que había que hablar en voz baja, colocar cada libro donde estaba y no sacarse el bocata para montar un picnic, que para eso estaba el parque. Asentimos gravemente y nos dirigimos hacia nuestro confinamiento.
Primer imprevisto. Estábamos situados frente al estante de las revistas. Desbandada. ¿Un quiosco por la patilla? ¡Maricón el último! Tic, tac… Tic, tac… Bueno tíos, habrá que sacar la cartulina y empezar a trabajar, ¿no? De acuerdo. ¿Quién pregunta a la abuela? A mí no me mires, que tengo cara de sospechoso. Bueno, pues voy yo. Vamos sacando las fotos, las láminas, las tijeras y el pegamento. Nuestro héroe baja hacia el mostrador. Pasan los minutos… Este se ha perdido. No, mira, ahí viene. ¿Qué traes? Un Asterix, chavales. Junto a la cacatúa está el estante de los tebeos. ¡No me jodas! Las tijeras caen al suelo con estrépito, una silla se resbala bajo la mesa y el pegamento se queda goteando sobre la cartulina. Un señor circunspecto nos mira con desagrado. Desgraciadamente no llegamos a nuestro objetivo. La guardiana del templo del saber nos arrincona en la escalera y nos da un ultimátun. Aquí se viene a trabajar y si no, a la calle. ¿Estamos? Estamos, estamos, faltaría más. De nuevo a nuestro campo de concentración. Un gracioso laguito de pegamento nos recuerda que debemos sumergirnos en nuestro mural. Este es el plan. Media hora a tope para terminar esto y luego tiempo libre para leer lo que queramos. ¿De acuerdo? ¡Bien! Pues a ello…
El inicio del bachillerato coincidió con mis primeros escarceos literarios (los otros no tocan hoy), por lo que me busqué una biblioteca más extensa, que resultó estar a más de media hora de mi casa. Si la biblioteca del parque tenía cierto encanto y un aroma a libro polvoriento que le otorgaba cierta solera, esta parecía diseñada para desanimarte. Junto al cajón de las fichas había unos papelitos para anotar la signatura de los libros, los cuales descansaban tras un mostrador, donde un tipo bastante descuidado te miraba con infinito desprecio y te recibía con aburrido ademán tabernario. Se perdía entre unos estantes metálicos y te lanzaba el libro sobre el mostrador como quien sirve una de aceitunas. Tú lo hojeabas con atención, sabiendo de antemano que no habría huevos para decirle al carcelero que devolviera al reo a su celda porque no era lo que buscabas.
Afortunadamente, en la universidad pude gozar de nuevo en una biblioteca, gracias al esmero con el que muchos de mis docentes me empujaron a ella, desesperado por convertir mis apuntes en un medio para recibir la inspiración que me faltaba en sus clases. Cada mañana pasaba dos horas en la biblioteca antes de iniciar la jornada y desde entonces asocio el olor a papel viejo con el estudio. Coincidió que en aquella época abrieron una flamante nueva biblioteca, con los fondos de otra más antigua, por lo que abandoné al tipo de los papelitos y me hice cliente de esta. Una gozada. Olor a rancia sabiduría en un edificio de nueva generación. Recorría todos los estantes uno a uno cada quince días, buscando sobre todo literatura española contemporánea y fue cuando de verdad me convertí en lector.
Durante el servicio militar tuve que estudiar mi última asignatura para terminar la suicida carrera de matemáticas. ¿Qué sitio más parecido a una biblioteca que un cuartel? Olor a vetusto, mobiliario de cuando Franco era recluta, consignas de Napoleón e himnos imperiales. Tuve la suerte de estar destinado en la sala de teletipos, donde el aroma a papel perforado me recordaba a la biblioteca de mi infancia y mi comandante me obsequiaba con la misma mirada asesina de la señorita Rotten Meier cuando me pillaba profundizando en la configuración de un sistema operativo. Luego me mandaron a filiaciones, para gestionar las hojas de servicios de mis superiores. Los formularios para la concesión de las Órdenes de San Hermenegildo me producían la misma hilaridad que Wenceslao Fernández Florez. ¡Qué recuerdos! Supongo que con los años algún capitán se habrá acordado de mí cuando haya presentado su hoja de servicios para la jubilación, en la que estaba prohibido realizar tachaduras, por lo que más que gazapos allí quedaron liebres.
Y llegamos al siglo XXI… Mis pavitos ya no consideran a los libros como intermediarios entre la ignorancia y la cultura, sino como meros cómplices en su tortura escolar. Tampoco el profesor es hoy aquel ser mitológico que lo sabía todo. Ambos hemos perdido el estatus de transmisores del conocimiento para convertirnos en gestores de sus notas y responsables de sus consecuencias. Por eso, los libros de texto son ahora torturados, grafitados y vilipendiados. Su aroma a curso nuevo en septiembre es para muchos alumnos un pestazo a esfuerzo y horas perdidas en el estudio. Total, la Blackberry va caer aunque suspendan hasta el recreo.
Aquellos profesores de mi infancia, que abrían un libro y te mostraban el mundo, presentarían la carta de dimisión se vieran el desinterés con el que muchos adolescentes se enfrentan a su formación en un momento de nuestra historia -crisis aparte- en el que el acceso a la información es tan sencillo que hasta las enciclopedias siguen la senda de los dinosaurios camino de su extinción.
Afortunadamente siembre hay algún alumno que saca un libro entre clase y clase, abre sus páginas y sueña por un momento con mundos sin Tuenti, Twitter o Facebook mientras que un balón vuela sobre su cabeza rozando el proyector del techo. Todavía hoy encuentro alumnos que acuden a la biblioteca por la mañana por gusto, no porque sus padres los hayan aparcado hasta la hora de entrada al colegio o porque algún profesor los mande allí como penitencia.
Hoy en día cualquiera puede publicar un libro -incluso un mindungui aficionado como yo-, compartir un vídeo de gatitos o mandarnos las fotos de su borrachera en la playa gracias a internet. Confieso que tengo un lector de eBooks en color de lo más aparente para divertirme con los tebeos de mi infancia, que me he descargado en algunos foros para nostálgicos chalados, pero los libros los prefiero en papel, con sus esquinitas dobladas, sus hojas amarillentas y sus recuerdos perdidos entre sus páginas.
Seré un troglodita, pero un troglodita de lo más feliz.
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