Blog de Antonio Javier Roldán sobre adolescencia y educación

Capítulo 47


martes, junio 23rd, 2009

 

La moneda

 

Sucedió en las Navidades de 1981. Yo acababa de cumplir los catorce años y me disponía a entrar en la adolescencia por la puerta grande, sin anestesia y más desorientado que un pulpo en un garaje. Por aquel entonces acababa de terminar 8º de EGB -lo que ahora se llama 2º de ESO- y aún estaba asimilando mis cambios hormonales, la presencia de chicas en el aula de mi nuevo colegio, el alto nivel de exigencia de las nuevas materias y mi desgana por dejar atrás los enormes beneficios de ser un niño feliz. Así que convencí a un colega para pasar un día en Juvenalia, una entrañable feria orientada a la infancia y a la juventud, con eventos culturales y lúdicos, juegos, exposiciones y toneladas de pegatinas para llevarse a casa,. Allí lo mismo te montabas en un coche de bomberos que probabas un  juego de Spectrum. Pues en ese lugar estaba tan  motivado y excitado con mi reforzamiento infantil cuando vi una fila de personas que aguardaban pacientemente frente al stand de la Fábrica de Moneda, en la que una  interesante máquina acuñadora fabricaba unas monedas conmemorativas de la feria. Así que allí me pongo…Tío, que eso es para críos, no me jodas. Ya, pero es que yo colecciono monedas. Eso no es una moneda, tiene el mismo valor que una chapa de Barón Rojo. Bueno, pero yo quiero una. Tú mismo, pero yo te espero donde los paracas. Vale, no tardo nada.

 

Fue un buen ratito, pero al final conseguí mi moneda de Juvenalia 82. Cabezón que es uno. No era una moneda cualquiera… Para empezar no se podía comprar nada con ella, mal asunto si eres una moneda, supongo… Sin embargo llevarla en el bolsillo me recordaba que la ilusión por las pequeñas cosas, tan propia de mi infancia, seguía ahí entre mis concentrados de hormonas, mis contradicciones y mis contraindicaciones. Estaba convencido de que ese pedacito de metal contenía gran parte de mis sueños de niño y que, de alguna manera, me traería suerte por ser algo mágica. Como me encontraba en plena hecatombe académica -se habían conjurado mi pubertad con el choque con el bachillerato- empecé a llevar la monedita a los exámenes dentro del monedero discretamente.

Para un estudiante acostumbrado a las buenas notas, los primeros suspensos supusieron un duro golpe para mi autoestima. Siempre cuento a mis alumnos que su profe de matemáticas llegó a suspender la asignatura, lo cual ahora me está ayudando a ejercer mejor mi labor. Analizando mi caso con la distancia de los años, el diagnostico resulta muy claro: Adolescente con miedo a dejar la infancia y con más cuerpo que madurez. Por aquel entonces me sentía fracasado por no cumplir con mi deber y hacer sufrir a mi familia. En tales circunstancias me parecía más fácil solicitar la ayuda de la magia de una monedita que vender mi alma. Casi podría asegurar que el aprobado en la primera evaluación de latín en 2º curso sólo pudo ser culpa de ella. Luego tuve que empollarme el rosa rosae en el verano en el que comenzó mi despegue de la niñez, pero esa es otra historia, porque para esa aventura no habría moneda que me ayudara.

Ahora que mis alumnos se enfrentan a los exámenes finales observo con atención los muchos amuletos, bolígrafos de la suerte, estampitas o ropa -que con los días se va acartonando- que les acompañan para darles suerte y llegar a las vacaciones libres para exprimir su adolescencia sin libracos. Como hacía yo, también ellos buscan en los objetos cotidianos los asideros donde buscar la seguridad que creen haber perdido, por su falta de fe en sí mismos o la baja percepción de sus posibilidades. Los amuletos contienen el poso de la infancia feliz en la que la responsabilidad, la ansiedad o el fracaso andan todavía muy lejanos.

El otro día me encontré a una persona que me reconocía que se sentía incapaz de aprobar mis exámenes, porque llevaba nueves meses trabajando las matemáticas y se había topado al final con la infranqueable geometría. La falta de resultados a corto plazo había causado su desánimo. Podía haberse limitado a entregar el examen en blanco, pero prefirió compartir conmigo su sentimiento de derrota, quizás esperando de mí una última receta para estudiar su “latín particular”. Tras un largo curso explicando a mis alumnos como afrontar las mates, me di cuenta de que ya no me quedaba nada que decirle, salvo darle algo de confianza ante el último esfuerzo. Al día siguiente le entregué mi moneda de Juvenalia y le conté su historia. Llegué con esta persona a un acuerdo. Si conservaba la moneda hasta el día del examen sería porque iba a estudiar agotando el resto de sus fuerzas e iba  a luchar hasta el último momento por su objetivo; pero en el caso de que no deseara pelear contra su desesperanza, la materia y un servidor, dispondría de dos horas para devolverme la moneda. Esperé durante el recreo que alguien llamara a la puerta de mi aula, deseando que nadie lo hiciera. Y así fue… Transcurrida la semana, el día del examen, rellenó varias hojas con esos horrores algebraicos que nos deleitan a los matemáticos y me entregó la moneda cuando terminó.

Es curioso. El curso más duro de mi vida, aquel en el que tanto me jugaba, el previo al acceso a la universidad, lo recuerdo como el más sereno de mi adolescencia. Había sufrido tanto en los años anteriores que llegué más curtido de lo que imaginaba al momento decisivo. Los errores cometidos en el momento álgido de mi adolescencia me habían enseñado a tener paciencia, a reconocer el esfuerzo como único camino hacia el éxito, a levantarme cuando me tiraban a la lona, aunque fuera por tercera vez. Si estás en el fondo del abismo sólo tienes dos salidas, quedarte en el fondo o idear como escapar de ahí. ¿Cómo iba a imaginar que esa misma tenacidad que me habían inculcado los fracasos anteriores me haría sobrevivir a la carrera de matemáticas? Aquel año ya no llevé la moneda conmigo. No la abandoné de forma intencionada, como se deja a un lado el primer peluche o los pantalones cortos de vestir. Lo que pasó fue que simplemente mi autoestima se estaba construyendo desde mi espíritu de recuperación nacido de la adversidad.

Los suspensos de mi adolescencia y los que vendrían en los estudios universitarios fueron necesarios para forjar mi personalidad adulta. Por aquel entonces me dolieron, pero ahora hasta los aprecio. El fracaso es el primer paso hacia el éxito, porque la vida es una sucesión de puertas que se cierran para abrir otras, con pequeñas derrotas que cimentan futuras victorias y repleta de descensos por un barranco cuya energía potencial se transformará en movimiento para continuar caminando.

¿Cómo explicarle en unos minutos a la persona que confío en mi pobre moneda toda esta lección si a mí me llevó diez años comprenderla? Fue más fácil prestarle mi moneda y que ese pequeño trocito de metal le diera un último soplo anímico para  lograr el triunfo. Ojalá cuando acabe los exámenes tenga un ratito para leer mi blog y vaya entendiendo poco a poco que la única barrera que nos impide ser libres está en uno mismo y que las vendas más opacas son las que te tejes con las falsas creencias que uno esparce por su autoestima.

Por cierto. La persona a la que presté mi amuleto aprobó el examen holgadamente. Al final va a resultar verdad que mi moneda es mágica…

En el caso de que se corra la voz por el colegio a partir de esta historia, ruego a mis futuros alumnos que no me atosiguen en el próximo mes de junio para comprarme la moneda ni me compren un jamón como soborno para que se la preste, porque mañana mismo regresará a su tranquila cajita donde ha descansado durante más de veinte años. Que la pobre me aguantó de todo, con suma paciencia, y tiene derecho a una digna jubilación.

Antonio Javier Roldán

Colaboraciones

¿Por qué leer?

No siempre me ha gustado leer. No sé cuándo se despertó en mí “el gusanillo de la lectura”. Recuerdo que de pequeña nunca pedía que me regalaran libros; sin embargo, en Navidad o en mi cumpleaños siempre caía alguno: “ un libro de cuentos, de aventuras o alguna historia interesante.

Empecé a leer a veces, por aburrimiento o quizás por agradar a aquellos que me habían regalado algún libro. Poco a poco, casi sin pensarlo, el libro se fue convirtiendo en un compañero más de mi vida. Hoy agradezco ese detalle de mis padres, ese insistir para que me fuese aficionando a la lectura. Parte de lo que soy, lo debo a los libros que leí y leo. Cada vez pienso más las ventajas de la lectura.

La lectura fue para mí, algo importante cuando la desligué de mi actividad escolar y me adentré en ella como un personaje más de la historia, la consideré como un modo de conocer otros mundos, de tener muchas vidas. Es tener la opción de conocer el pasado, el presente y de imaginar el futuro.

La lectura, además, proporciona otros beneficios: fortalece nuestra inteligencia y la enriquece, favorece la imaginación y la fantasía.

La lectura desarrolla la capacidad de juicio, de análisis, de espíritu crítico. Fomenta el esfuerzo, ya que implica a la voluntad, potencia la concentración, educa la sensibilidad, facilita el desarrollo y la perfección en el lenguaje, mejora el buen uso de la ortografía. Te ayuda a asumir una postura crítica frente a lo que te dicen. En definitiva, te hace libre.

La escritora Rosa Regás –ver su Examen 10 en “La Pavoteca”-, en una de sus múltiples intervenciones que hablaba sobre la necesidad de inculcar a los niños y jóvenes el gusto por la lectura decía: “Por más que el gobierno ponga en marcha programas de formación a la lectura y que en el colegio se busquen métodos para crear un hábito de lectura en los niños, si los padres no se preocupan, será vano el esfuerzo…”

Si la familia lee, el niño lee.

Yo me pregunto, ¿cómo los padres tan interesados en que nuestros hijos practiquen deportes, no nos preocupamos, a veces, de que éstos desarrollen sus actividades mentales con la lectura que les ayudará en el futuro a ser más persona, a ser más libres…?

Tú, ¿ lees? Esta es una pregunta que hacemos con frecuencia a los jóvenes y sabemos que poco a poco están perdiendo la costumbre Con los medios de comunicación que tienen ahora a su alcance: Internet, televisión, play station… dejan a un lado la lectura, ya que les resulta más cómodo mirar a un televisor, más divertido jugar a la play station y más interesante hablar con sus amigos por el Messenger, YouTube…

Yo os animaría a experimentar el placer de la lectura. Buscad libros que os puedan interesar, dedicad todos los días un rato a esta actividad, relajaos, sumergíos en el libro y dejaos llevar por la historia o sus personajes. Sentiréis esas aventuras como propias y poco a poco el gusto por la lectura aumentará y ésta formará parte de vuestra vida.
La lectura quizás no proporciona la felicidad, pero puede ayudar a conseguirla.

Por eso, me gustaría finalizar este artículo con una frase que he visto en algún cartel que anunciaba el día del libro:

Yo leo, nosotros leemos y tú, ¿lees? ¡Pon un poco de tu parte, no vas a perder nada y vas a ganar mucho!

Esperanza Angulo (Profesora de secundaria)

Puedes enviar tus reflexiones, poesías o artículos sobre la adolescencia para que se publiquen en “La pavoteca” enviando un correo electrónico.

Materiales recomendados

 

DVD: La ola

La película transcurre en Alemania hoy en día, en un centro de educación secundaria. A un profesor de ideología anarquista, Rainer Wenger,  le encargan realizar un proyecto semanal con sus alumnos sobre el tema de la autocracia y el fascismo. El profesor Wenger intenta inútilmente que le quiten una tarea que considera enfrentada con su forma de pensar, pero debe conformarse con el tema que le ha tocado ya que un compañero mucho más veterano ha escogido la anarquía.

El profesor Wenger decide tomarse en serio su clase, preparando a conciencia el tema e ideando un experimento de liderazgo autoritario con sus alumnos. Para ello les inculca disciplina, renuncia a la individualidad, uniformidad y conciencia de pertenencia a un colectivo que está por encima de todo y de todos. Curiosamente el nombre del movimiento -La Ola- se elige de forma democrática.

Una vez dados estos pasos, muchos alumnos con carencias afectivas, problemas sociales, violentos, desubicados en la ciudad, frustrados por las derrotas diarias, o cansados de los problemas escolares, empiezan a hacerse fuertes en La Ola, a ser alguien importante, a dar salida a sus habilidades dentro del grupo, pero también a delinquir o a bordear la ley.

Al cuarto día La Ola domina el instituto, se ha creado un movimiento de resistencia y se produce un serio altercado en un encuentro deportivo. El experimento se ha descontrolado y ni el propio profesor sabrá dominarlo completamente.


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