Blog de Antonio Javier Roldán sobre adolescencia y educación

Vocación por vivir


domingo, febrero 10th, 2013

 

Vocación por vivir

 

Apenas habían cumplido los trece años, pero Laura y Ramiro estaban enamorados. Dicen los que los conocen que cruzaron cogidos de la mano la puerta que separa la infancia de la adolescencia y que fue Laura la que dijo de no cerrarla, por si había que salir por patas alguna vez. Cuentan que la mamá de Laura le preguntó un día quién era aquel chico tan estrafalario que quedaba con ella para ir al cole y ella le contestó que era su “buena noticia”. “Pues no le hables a tu padre de buenas noticias que salimos en el telediario“. En el fondo la madre suponía que eran cosas de adolescentes y que ya se cansarían. Pero se equivocó…

Pasó un año y él le compró un corazón de peluche tombolario para celebrar su primer aniversario. Fue lo más comentado en el patio. Hasta algún profesor dijo aquello de “¿todavía salen juntos estos dos?“. En los siguientes meses las hormonas, el corazón y la cabeza (en este orden) provocaron malentendidos y pequeñas crisis, pero lograron llegar al segundo año. El corazón de peluche había teñido de rojo en la lavadora la camisa del padre de Laura unos meses antes, por lo que Ramiro optó esta vez por comprar una caja de música con una dedicatoria sobre las melodías del amor algo empalagosa, pero lo que importaba era el detalle.

Con el bachillerato llegaron los abundantes suspensos y nuevos problemas. Laura optó por el bachillerato sanitario y Ramiro tiró por el de sociales, así que dejaron de compartir clase. Cada examen era una doble preocupación para nuestra pareja, pero también las buenas noticias se multiplicaban por dos y una cosa compensaba la otra. Las primeras exploraciones de sus cuerpos trajeron consigo el placer compartido, pero sin abandonar la risa y la ternura.

Cuando terminaron su etapa en el colegio acudieron a la cena de graduación y aquella noche recorrieron el patio cogidos de la mano por última vez. Esta vez Laura sí quiso cerrar la puerta de la infancia. La luna veraniega acompañó su beso sentados en la canasta de baloncesto. Prometieron regresar.

Laura se matriculó en una universidad privada en las afueras de la ciudad. Ramiro escogió económicas, por aquello de arreglar “lo de la crisis y toda esa movida“. Apenas podrían verse durante la semana, pero se esperaban cada viernes en el intercambiador de transporte de Moncloa.

Cuando terminaron sus estudios, lo celebraron con un viaje a París. Subieron a la torre Eiffel y desde allí contemplaron el ocaso del día. Recordaron su infancia, las dificultades, los cambios de su cuerpo, la separación en el colegio y en la universidad, y se alegraron de su fortuna por seguir juntos. “La suerte hay que buscarla, tía. Algún mérito habremos tenido, digo yo“.

A su regreso a Madrid comenzó la búsqueda de empleo. Su objetivo era vivir juntos por fin, compartir la noche y soñar de día con el reencuentro, pero la tarea no iba a resultar sencilla. “Pues yo pensaba que con la puta crisis a los economistas nos iba a sobrar el trabajo“. “Pues en biología con los recortes en investigación yo también lo tengo fatal“. ¿Qué hacer? Si al menos hubieran hecho caso al responsable de educación en el gobierno de entonces y hubieran estudiado algo con salidas laborales, dejando a un lado la vocación (Nota del autor: y usted, señor ministro, ¿tiene vocación por la educación?), ahora estarían ganándose la vida limpiando potas y botas en Eurovegas y tendrían para un diminuto alquiler.

Una mañana Laura se sienta en el banco del parque, donde quedan cada día, y le dice a Ramiro que un currículo que echó para una empresa de alimentación le han dicho que contarían con ella, pero que tendría que trasladarse a Finlandia. “¡Coño! Eso está a tomar por culo, cariño“. “Lo sé, pero pagan bien. Podemos ahorrar“. “Pero, ni siquiera sabes finlandés ni conoces el país“. “Sé que cuando Finlandia estuvo en crisis en los noventa apostó por la educación. Todos los partidos políticos se pusieron de acuerdo para crear un sistema fuerte e invirtieron mucho dinero. Parecen gente inteligente“. “Ya. Va a ser muy duro, pequeña“. “Será nuestra última prueba. La superaremos“.

Pasaron los dos primeros meses, con Laura en Finlandia y Ramiro, finalmente, trabajando como auxiliar en un casino de Eurovegas en Alcorcón. Era lo más parecido que iba a encontrar a su carrera de económicas. Al fin y al cabo dinero iba a manejar por un tubo. Pero la noche de su aniversario, tras hablar con Laura por teléfono, la puerta de la infancia, aquella que llevaba unos años cerrada, comenzó a encajarse de nuevo. El Ramiro niño le recordó que la vida sólo tiene sentido si persigues tus sueños e ilusiones y que valía la pena pelear duro por alcanzar la luna del patio. Así que devolvió su chapa al jefe de sala, recomendándole un nuevo uso para la misma, metió en una maleta lo indispensable y se fundió los dos sueldos guardados en la agencia de viajes.

Según me contaron, Laura salía del laboratorio cuando observó una silueta encogida por el frío que se acercaba a ella. Se abrazaron y se besaron con urgencia. Ramiro dijo entonces aquella frase que pasaría a la posteridad: “tus labios parecen un polo de fresa, niña“.

Ramiro se acomodó en la cajita de cerillas donde vivía Laura. Ella no volvió a pasar frío por las noches.

No sé cómo terminó la historia del economista crupier y de la bióloga que analizaba la carne en una cadena de alimentación finlandesa, pero sí me dijeron que siguieron luchando por lograr sus metas. Podrían estafarles su futuro, pero nunca su vocación por vivir.


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