Me encontraba yo sentado en el vagón de metro tan ufano, leyendo las peripecias de Javier Reverte entre hipopótamos en África, tan reconcentrado en mi tarea que no me percaté de la llegada de un nuevo vecino de viaje. Posteriormente, por los motivos que narraré a continuación, tuve ocasión de fijarme más en él. Carpeta llena de folios con un boli rojo a modo de broche. Ropa resistente a la tiza y mirada de astronauta amerizado. Un profe, fijo. Total que mi compañero de fatigas saca un dispositivo electrónico y empieza a toquetear. Mientras, Reverte me explica en detalle como los hipopótamos esparcen su mierda con el rabo para despreciar los blanquitos que juegan a cebo de cocodrilo en las barquitas diesel de un lago. Vale, de acuerdo, no es apasionante, pero prefiero que me lo cuenten a que me lo salpiquen. De repente escucho un berrido a mi lado y me pregunto si el hipopótamo ha cobrado vida, que con esto de los ebooks y la piratería nunca se sabe que van a inventar las editoriales. Levanto la vista y observo como casi todo el vagón mira hacia mi banco, en concreto a mi compañero, que está viendo un vídeo de una ópera sin auriculares, como si estuviera en el Real.
Lo que es la vida… Si hubiera sido un adolescente escuchando a Flo Rida o a David Guetta seguro que más de uno hubiera empezado a criticar la falta de educación de la juventud y demás topicazos, pero no era el caso. Allí estábamos todos con cara de boniato viendo a aquel fulano, tan intelectual y fino, observando con gravedad el vídeo. ¿Qué hacer? Yo, por mi parte, azucé telepáticamente a mis hipopótamos para ver si alguno me sacaba el rabito aspersor del libro y le barnizaba la pantalla a mi Placidov Domingovich. Nada. Así que me levanté y me alejé de allí para respirar algo de silencio. Prosigo mi lectura… Camino por el andén sin levantar la vista del libro. Escalera, taquilla, calle y lluvia. Se acabó la lectura, que en África están en la estación seca. Cruzo la calle y me refugio en la parada del autobús. El cielo está embarazado de tormenta. Abro de nuevo el libro…
“…Nos dormimos arrullados por los chapuzones, peleas y gruñidos de los hipopótamos de la laguna…“.
-¡Te he dicho que me dejes, pesada!.
¡Plop! Abandono de nuevo mi aproximación a la selva africana y miro alrededor en busca de la nueva fuente de contaminación sonora. Pensaba que estaba solo, pero no era así. Una parejita entre doce y trece años, vestidos con su uniforme escolar, están discutiendo a mi lado. ¡Qué monos!
-¿Qué quieres que haga? ¡Es sólo un amigo!
-Si sales conmigo no puedes ir con otros tíos.
-Ya te he enseñado el móvil. ¿No has visto los wasap? Sólo hablábamos de lo de Alba.
-Ya. Y ayer, ¿por qué tardaste tanto en contestarme? Porque estabas con él en el Tuenti, que me lo ha contado Santiago.
-¿Me vas a hacer que te enseñe también el Tuenti?
-Tú verás… -el pollo hace amago de levantarse de la parada. Ella comienza a llorar.
-¡No te vayas! ¡Estamos hablando!
No puedo evitarlo. Deformación profesional. Dos adolescentes en mi microscopio para ser estudiados. Observo que el chico regresa a la parada con los brazos cruzados. Ella intenta besarle entre lágrimas, sin entender nada de lo que está pasando. Me hubiera encantado explicarle que los chicos discutimos en guerrillas, con escarceos y huidas, pero no era ni el momento ni mi papel, así que regresé con mis amigos los hipos.
“…Los huesos, mondos y lirondos, de un búfalo se desperdigaban entre la hierba: los leones, las hienas…”.
–¿Sabes cómo se llaman los que van con muchos hombres? Pues eso.
-¿Me estás llamando puta por tener amigos?
-Lo has dicho tú.
Automáticamente cierro el libro y miro al horizonte agudizando el oído. Ha llegado tu momento, chica. Lo que hagas ahora puede determinar futuros comportamientos. No cedas ni esto. No dejes que ese portahuevos te dé un azote en toda la autoestima delante de un extraño y justo cuando empiezas a vivir. No me falles.
-¿Qué quieres que haga? -preguntó la niña mientras se secaba las lágrimas.
-Pues dime siempre con quién estás, no me mientas y no tendré que espiarte. Es mejor para los dos.
-Pero si no te miento…
Ella se limpia la nariz pensativa e intenta abrazar a su chico. Este la rehuye y le dice que todavía no se le he pasado el enfado. Coge su mochila y emprende una segunda escapada. Ahora, tenía que ser ahora cuando ella le dijera algo así como si te vas no vuelvas o a mí no me controla un tío que todavía lleva pañales, pedazo de cretino. Pero no, se limita a preguntarle que si todavía están saliendo juntos, que si siguen siendo “algo”.
-Me lo tengo que pensar, ¿sabes? No eres la única en el mundo -y se aleja de allí con paso de pavo real.
Dicen que los príncipes azules destiñen cual pitufos del todo a cien, pero en aquel momento hubiera dado mi ameno libro africano por ver llegar a uno a lomos de un bello corcel para rescatar a mi princesa de la lluvia. Sin embargo el que llegó fue mi autobús. Dejé sola a la desconsolada niña y me acomodé de nuevo para regresar a África.
La lluvia apretaba. Tras los cristales pude ver al chico esperando al semáforo y pensé: cuando seas adulto, y descubras que tu patria se escondía en lugares mágicos como en esa parada de autobús, en el rincón más escondido del patio del colegio o en los labios fríos de aquella niña que te escribía notitas en clase, será ya demasiado tarde. Probablemente te habrás convertido en uno de esos alfeñiques que controlan, menosprecian y violentan a su pareja. Ojalá me equivoque, sinceramente. Si no fuera así, para entonces espero que el cambio climático se haya cobrado sus piezas y que sea algo normal el que en este planeta lluevan hipopótamos cantando ópera sobre los maltratadores y demás bazofia, y que el más gordo agite su rabo despreciativo antes de caer sobre tu hombría. Criatura.

8 de marzo. Día de la mujer.
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