Calculo que en estos años habré dado clase a más de dos mil quinientos alumnos (¡Plop! Me acaba de saltar una cana), mis “niños” mayores tienen treinta y muchos años (¡Plop! Ahí va otra) y algunos ya tienen hijos en el cole (¡Plop! Van tres…). De muchos de ellos tengo noticias por las redes sociales y me ilusiono al verles tan mayores (¡Plop! Ya vale…). Pero también sé que algunos han estado muy enfermos y no todos han recibido el alta médica. En mi memoria hay cuatro que ya no están y que te dejan un enorme poso de amargura. ¿Pudiste darte cuenta del mal momento por el que pasaban?
Tengo en mi terraza maceteros para fresas, tomates, patatas, zanahorias… Sé lo que es cuidar y mimar un fruto para que un pájaro se lo lleve una mañana soleada. Cuentas con ello, es probable y forma parte del ciclo de la vida. Incluso te preguntas cuál de esos tomates cogerá mejor color y cuál será arrancado de la maceta. Entiendo esa fatal resignación de la gente del campo. Para lo que nunca estás preparado es para enterarte de que uno de tus chicos, al que viste crecer desde los lejanos trece años, ha sido cobardemente apuñalado en el corazón. Alex, en el mejor momento de su vida, en sus fiestas, disfrutando de su beca Erasmus, regresando a España para estar con los suyos… Veinte años tenía. No, con eso no cuentas. No es justo.
La noticia te estremece. Piensa en sus hermanos y recuerdas que el pequeño sigue contigo en el colegio y le das clase dos horas a la semana. Y sus padres: intentas imaginar su dolor y sientes escalofríos. Es un desgarro. Aquel cacho de carne sabía lo que hacía al clavarle el puñal. No se pudo hacer nada. Su familia solo llegó a tiempo de ver el cuerpo cubierto sobre el suelo.
Y entonces la rabia es doble porque hubieras deseado que Alex hubiera tenido un minuto para escuchar de sus padres que él era el mejor hijo del mundo, que nunca podría imaginar lo mucho que le amaban, que ellos hubieran dado toda su sangre para salvarlo, que sentían un inmenso orgullo de tenerle como hijo, que para sus hermanos era una referencia y que un pueblo y un colegio entero iban a llorar por él. Pero no tuvieron esa posibilidad, aunque me consta que a lo largo de su corta vida lo supo.
Por eso, cuando tengo una tutoría con unos padres y me cuentan, muy enojados, que han discutido con su hijo por un suspenso en matemáticas, por una mala contestación, por no ordenar la habitación o por rascarse las gónadas a dos manos, les suelo decir: no os rindáis, al final lo vais a conseguir. La historia suele acabar bien si no te cruzas por la vida con un malnacido ávido de sangre. Regad cada mañana la maceta. Seguid poniendo límites, es la clave. Las notas del colegio no califican a una persona, solo cuentan sus valores. Y, sobre todo, nunca os acostéis enfadados sin darle un abrazo y decirle lo mucho que le queréis. Tiene espinas, como un erizo, pero necesita vuestro amor y cercanía. El abrazo, el encuentro.
Si el pájaro se come el tomate suelo podar la rama para que la savia se desvíe y alimente al que estaba a su lado… Cuando esta semana estuve en clase con el hermano de Alex percibí en su mirada el poso cansado de un pequeño adulto e imaginé los cientos de condolencias que habría recibido aquellos días, por lo que solo fui capaz de decirle que, ahora que no contamos con Alex, cambiara el mundo por los dos y que hiciera de su vida algo grande e increíble.
Sé que lo hará. Por él. Por ti, Alex. Por todos nosotros.