Blog de Antonio Javier Roldán sobre adolescencia y educación

La Pavoteca


domingo, noviembre 18th, 2012

 

¿Cómo están ustedes

(Para “Miliki”)

“¿Cómo están ustedes?” Así en frío parece que la pregunta no pase de ser una fórmula de cortesía, pero quizás ahí radique su importancia. En aquellos lejanos años setenta los niños españoles teníamos una cita ineludible con los payasos en el primero, y casi único, canal de televisión. Allí salían cogidos de la mano Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, y te trataban de usted, a ti, a un simple mocoso, en una sociedad en la que se respetaba a cualquier adulto con el que te cruzaras. Daba lo mismo que te regañara un maestro, un abuelete paseando o el portero de tu casa. Un adulto era alguien a quien respetar. Y en esas van tus ídolos, los payasos de la tele, y te dan tratamiento por el mero hecho de ser un crío.  Te sentías único, querido y privilegiado por asistir a un espectáculo ideado minuto a minuto para tu disfrute y entretenimiento. Por eso, cuando nuestros amigos los payasos nos preguntaban cómo estábamos todos los sismógrafos de España registrarían un leve temblor.

Sabías de antemano que nada de lo que saldría de la televisión te haría daño, porque era la hora del público infantil. Humor, música y peleas blancas con reconciliación segura. Sin rombos. Y al final aquellas canciones, de Don Pepito, Susanita o la del Coche de papá, que incluso algunos de mis alumnos conocen hoy en día. Luego cenabas y te quedabas con tu alma de niño repleta de alegría.

 

Hoy aquel programa sería imposible. Sin embargo desde La Pavoteca, realizando una labor muy dura de investigación, hemos tenido acceso a un borrador de una popular cadena de televisión que suele solventar lo del horario infantil a base de multas:

PROGRAMA PILOTO DEL CLUB DE ANIMADORES DEL HUMOR (Nota del guionista: lo de payaso es políticamente incorrecto)

(Se abre el telón. Aparece el animador del humor nº1. Saluda al público). ¡Qué pasa coleguiiiiis! (Insertar rótulo del patrocinador, tarifa plana de Timofónica para Bacberri Junior). ¿Habéis venido todos y todas? (El animador del humor nº1 se marca el baile del Gangnam Style. Insertar rótulo del politono. Entra el animador del humor nº2, gafas de sol, cascos de mp3 e indumentaria de rapero americano. Da un empujón al animador nº1 y lo derriba. Levanta las manos en señal de victoria. Da la vuelta a la pista mientras es aplaudido por el público). ¡No os oigo, gente! ¿No habéis tomado vuestro RedFull de cola? (Cortinilla de RedFull. El animador del humor nº1 se incorpora y le una patada de kárate al animador del humor nº2. Este hace aspavientos y se retuerce gritando ¡El arbitro está comprado! Dejar que el público silbe). Y ahora que he mandado a la lona a este pringado, un aplauso muy fuerte para la amiga de los niños, ¡Loli9060! (Loli9060 sale mascando chiche de fresa, a juego con el top y las medias. Inicia su célebre baile del popó. Los otros animadores golpean su trasero como gorilas en celo. Aplausos. El animador del humor nº1 anuncia del invitado de hoy). Y hoy, con todos nosotros, la gran estrella de la televisión, ganadora de la última edición del Gran Butano, ¡Borja Luis! (El maromo entra marcando paquete ante el entusiasmo de las niñas, que levantan sus carpetas de fotos. Primer plano de alguna niña histérica. Paso a publicidad. Siete minutos y amenazamos con volver).

Claro, luego decimos que nuestros adolescentes abandonan la infancia demasiado pronto. Yo también lo haría.




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viernes, octubre 5th, 2012

 

El osito de peluche

 

Jacky no era el peluche más grande del mundo y tampoco el más guapo, pero tenía una resistencia a los lavados a prueba de chocolate, barro y cualquier otra sustancia del amplio y pringoso espectro infantil. Su destino había estado unido a Susanita desde que esta tenía uso de razón. Estoicamente aguantó con ella las largas noches de gripe, empachos y catarros. Absorbió con eficiencia las lágrimas de Susanita cuando su abuelita se fue al cielo y fue un confidente discreto cuando por las noches velaba sus secretos. 

Nuestro osito tomó té con lo más selecto de las muñecas del vecindario, y no le hizo ascos a las comiditas de plastilina que su ama le preparaba con escasa habilidad. Menos mal que su tripa era resistente. Sufrió la tortura de ser peinado con un cepillito de todo a un euro y portó con dignidad los avalorios de la pija Barbie imaginándose que se había reencarnado en un Hippy Bear de los setenta. 

Jacky era un peluche con inquietudes por lo que solía visitar el cine club del salón para documentarse sobre el destino de los juguetes. La trilogía de Toy Story supuso para él un descubrimiento de los cambios de la adolescencia que estarían por venir. Lo del blog de La Pavoteca era para humanos. Por eso, con el paso de los años, comprendió que cada día sería más frecuente su ausencia de la camita de Susanita. Es la ley de los juguetes, uno se hace mayor y tal…

 

Sin embargo, había algo para lo que Jacky no estaba mentalizado: ser sustituido por otro. Vale que Susanita no tuviera ya edad para mascotas, pero que le desplazara por uno más nuevo nunca lo hubiera imaginado.

El recién llegado era bastante feo. Enano, plano y con un solo ojo. Eso sí, con lucecitas y sonido, para ganarse al cliente por el camino fácil. ¿Será tramposo? Susanita no se separaba de él ni para ir al baño, se dormía con él bajo la almohada y lo cobijaba en su regazo durante las horas de estudio. ¿Cómo una mascota tan horrible podía cautivar así a su dueña?

 

El colmo fue cuando un día se acercó a charlar con el novato y decirle claramente quién mandaba allí y al mirarle al ojo descubrió un pajarito azul que le informaba de que su dueña ya no era Susanita, sino “Susi99_Thebest_Flipa”. ¡Qué extraño! Ahora comprendía porque Susi99_Thebest_Flipa tardaba tanto en dormirse, debía estar pasándolo muy mal con ese nuevo nombre. A su edad un “Susana” sería mucho más elegante.

Pasaron las semanas y Susi99_Thebest_Flipa cada vez parecía más enganchada a su nuevo amiguito. Jacky seguía sin entender qué tenía aquel tipo que no tuviera él. Su pena inicial se transformó en  preocupación, ya que una cosa era pasar las noches de invierno acurrucaditos en la cama y otra vivir permanentemente en el bolsillo.

Pero un día aconteció algo muy extraño… Susi99_Thebest_Flipa estaba observando muy concentrada al osito planito, cuando de repente se le cambió la cara. Las lágrimas surgieron de sus ojos y, en un ataque de furia, lanzó a la nueva mascota contra el suelo, dejándole el gran ojo a la funerala. Deben ser las hormonas esas de la adolescencia, pensó Jacky. Como ahora vaya por mí es capaz de descabezarme. Pero no fue así…

 

 

Tras pasar muchos meses aburrido en la estantería, esa noche Jacky regresó a la cama para secar el llanto de Susanita. De nuevo fue cómplice de sus sueños y presintió el desengaño en el corazón ardiente de su ama. Desempolvó su ternura para acunarla como antaño en la larga noche. No te preocupes, Susanita, que mientras te conviertes en Susana yo siempre estaré a tu lado.

Cuando la adolescente cerró los ojos, Jacky miró con altivez al teléfono roto que yacía en el suelo y, mientras acariciaba el pelo de la joven, murmuró: “hay que cosas que no se deben dejar en manos de aficionados”. Entonces cerró sus ojos de cristal y se fundió con los sueños de Susana.


 

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sábado, septiembre 22nd, 2012

 

La última pieza

 

Tras romper el precinto las piezas del puzzle se derramaron sobre la mesa conformando una pila de ilusionante misterio. Algunas de ellas mostraban su cara oculta, pero otras retaban al niño con su colores brillantes de papel satinado. Toda la infancia con el rompecabezas de las películas de Disney y ahora se encontraba ante el reto de completar una imagen de un paisaje con mil piezas. Imposible no seré capaz, pensó. Así que retomó el viejo rompecabezas y en pocos segundos logró que los enanitos volviesen a cantar aquello de ay-jo, ay-jo, a casa a descansar. Patético. Como me vea mi hermano se descojona in my face. Mañana sin falta empiezo el puzzle.

Nuestro presunto héroe se levanta al día siguiente, se acerca a la mesa y contempla sorprendido que durante la noche alguien ha unido los bordes del puzzle, delineando un enorme rectángulo a modo de límites. Sus padres sonríen cómplices en la cocina. Son conscientes de que es él quien tiene que realizar la titánica tarea, pero también recuerdan como sus padres también les marcaron claramente el marco de la imagen acortando sensiblemente la dificultad. Creo que no hacía falta pero, ya que os habéis molestado en ponerme los límites, los aprovecharé para trabajar con más seguridad

El puzzle avanza lentamente. ¡Hay demasiadas piezas! La abuela que pasaba por allí se acerca a su nieto y le anima a ordenar las piezas por colores. No es ella la que debe encargarse de los límites, pero sí de enseñarle que en cada imagen hay sombras y luces y que entre ellas corretean el rojo de la pasión o el verde de la esperanza.

Todo el mundo quiere colaborar… Llega el temido hermano mayor y, aunque al principio aprovecha para cachondearse del novato, le pone la mano en el hombro y le dice que procure no deshacer los límites, que luego volver a ponerlos es un rollo. También le dice que no se desanime, que su primer puzzle fue tan patético que todavía se troncha de risa cuando lo recuerda. ¡Suerte campeón! Te hará falta. Y le da un puñetazo amistoso en el hombro.

La labor avanza… Pasan los días y las semanas. Ahí se vislumbra un bosque y unas manchas blancas que parecen nieve. Un sol brillante ya surge en la mesa. Debe ser un deshielo en primavera. Hay días de desánimo, momentos en los que tiraría todo a la basura, pero algo le dice que hay mucho en juego. Si lo termina ya nunca habrá rompecabezas de Disney, ni barajas de Pokemon o construcciones de Lego.

Quedan doscientas piezas, cien, cincuenta… Ese día el abuelo se sienta a la mesa, mira a su nieto, ya adolescente, con orgullo y le dice: se acerca el momento, estás a punto de lograrlo. ¡Sangre de mi sangre! Los minutos transcurren lentamente y el corro familiar comienza a formarse alrededor del abuelo y de él . Diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y… ¡¡¡No!!! ¡No es posible! ¡Falta una pieza! El primer impulso del joven es dar una patada al puzzle. No es justo, he peleado, me he quemado las pestañas, no he faltado ni un día a mi cita con este paisaje y todo ¿para qué? Para quedarme a la orilla. Además, el hueco que queda libre es el pico de la montaña. ¡Vaya mierda! El abuelo toma su mano y le dice. No pierdas la esperanza, algún día completarás el puzzle.

Con determinación comienza la búsqueda. Mira el nombre de la montaña en la caja y comienza a investigar en internet. Ya sabe en qué país se encuentra, la comarca que abriga e incluso las especies de árboles que la rodean. Necesita esa foto. Tiene que ir allí. Sus padres le dicen que el viaje sale caro en avión y que tampoco tiene edad para aventurarse en tren. Así que decide esperar.

Años más tarde, cuando terminó el bachillerato, se puso a trabajar durante el mes de julio en un parque temático vestido de patética mascota. Sudó y adoró a Herodes en silencio. Cuando tuvo el dinero hizo la maleta y se fue en busca de su montaña. Un avión, un taxi y un autobús más tarde llegó frente a una señal de madera que indicaba el camino a su montaña.

Bajo el sol, que conoció en la mesa de su casa, avanzó ilusionado en dirección a su sueño y, tras varias horas andando, vislumbró en la lejanía la imagen de su puzzle. Continuó unos metros más hasta lograr el encuadre que recordaba. Luego se sentó en una piedra y respiró profundamente. Sacó la cámara de la mochila y depositó su funda en el suelo. Entonces la vio. Una mancha blanca en el fondo. Allí, escondida tras la cámara alguien había colocado la pieza que le faltaba.

Hizo la foto y se despidió entre lágrimas de su montaña.

Cuando regresó a casa enmarcó la foto en su habitación. Bajo el cristal colocó la pieza perdida, porque comprendió que su puzzle sería más valioso con el hueco vacío.

Ya sabía que el corazón deja de ser joven cuando se cansa de buscar.


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jueves, agosto 2nd, 2012

 

   JASP

 

Hace algunos años un anunció de coches acuñó un nuevo término, el JASP, “joven aunque sobradamente preparado”.

El mensaje era bastante claro. Joven, estudia y sacrifícate, porque el mundo será tuyo. Desbancarás a los fósiles que te cierran el paso y lo harás a tu estilo, informal y desenfadado. Pero no creas que te va a resultar fácil. No. ¡Qué va! Los adultos nos vamos a defender. ¿Qué te creías, yogurín indocumentado? Para empezar vamos a prolongar tu infancia, para que no crezcas y no sientas la tentación de echarnos de nuestro despacho. Desde pequeñín dejaremos claras nuestras intenciones. No queremos gente combativa, para lo cual deberás alcanzar tus objetivos sin traumas, con todas las facilidades del mundo. Graduado en infantil y máster en plastilina, by the face, diploma,  ceremonia y orla para la posteridad. En primaria progresarás adecuadamente, con ciertas dificultades subsanadas curricularmente mediante imaginativa contabilidad académica, catapultándote a secundaria pasándole el marrón a otros. Todos estos años vivirás rodeado de comodidades, un juguete cada día, y más pantallas que un Airbus. Llegas a secundaria, con las hormonas a rebosar, y comienzas a removerte inquieto en tu silla. ¡Coño! ¿Me caben tantas materias en el horario? Tranqui tronco. Que los contenidos se van a repetir tantas veces que te sentirás como Bill Murray en el Día de la Marmota. Relájate, no sea que el estrés te lleve al psicólogo. Aunque bien mirado, un certificado de estresado o hiperactivo te abre muchas puertas y facilita el tránsito.

Como decía, estábamos en secundaria. Ignoro con cuál de los diecisiete sistemas educativos españoles te estás jugando los cuartos, pero seguro que tus profesores te han inculcado conciencia democrática, así que ya eres consciente de que el paraíso con gastos pagados, donde has crecido, se lo debes a esa casta política que se desvela por ti. ¡Gracias! Básicamente tienes tres destinatarios a los que mandar tus agradecimientos. Al PSOE, que cuando llega al poder saca la pintura roja para adecentar el chiringuito sin atreverse a demolerlo, promoviendo una educación de contenidos mínimos. Al Partido Popular, que se deja querer por el liberalismo económico y luego se queja cuando este se carga el estado del bienestar, mándale otro besito por su elitismo educativo y su aroma vintage. A los partidos nacionalistas, que siguen empeñados en crear pequeños estados concéntricos para diferenciarse de sus vecinos, pero medrando a costa de ellos, mándales una botellita por Navidad por embutirte en un contexto histórico y cultural cogido por los pelos, respetable, pero absolutamente irrelevante en el mundo global que te aguarda. Es verdad que existen más opciones, pero mucho temo que la ley electoral está diseñada para que sean invisibles. Total, que llegas a la juventud y observas que tu país es una Monarquía Multirepublicana Provincial Localista, con administraciones concéntricas y corruptas, y que si quieres pedir una beca, por ejemplo, no sabes si acudir al ministerio de educación, a la consejería autonómica, a la diputación provincial, al concejal de tu barrio o a la mafia rusa.

El espectáculo te deprime, pero no pierdes la esperanza. Te han contado que el sistema funciona, y que si quieres unirte a él, independizarte, irte a vivir con tu periquit@, desarrollar una vocación o, simplemente, ser libre en el futuro, basta con estudiar, prepararte y conformarte un currículo decentito. Y un día resulta que tus mayores se cargan el sistema y llegas tú con un expediente que les da mil vueltas a tus padres y te dicen que no, que no cabes, que si quieres un contrato de prácticas con cláusula de esclavitud y derecho a manutención en el comedor de la empresa, de acuerdo, pero que para trabajos decentes que mejor añadas a tu lista de méritos conocimientos en alemán o chino y que te vayas a realizarte a otra parte.

Te han engañado con los ordenadores, los móviles, las vacas gordas, la ropita de marca, la autopista educativa hasta los dieciséis años y el España va bien y no la va a conocer ni la madre que la parió. Yo no sé cómo lo ves, pero yo en tu lugar quemaría el congreso de los diputados, la sede autonómica, tres o cuatro bancos y algunas otras instituciones campechanas y serias de las que no vamos a hablar ahora.

El otro día te vi cortar el tráfico de mi calle, subirte a los coches y convocar a tus colegas por el Facebook. “Ha empezado”, pensé. La juventud acaba de descubrir el megapufo y nos van a cantar las cuarenta a todos sus adultos. Total, nos está bien empleado, por irresponsables. Pues no, resulta que España había ganado la Eurocopa, y eso justifica un año entero de vergüenza nacional. Te la han vuelto a jugar, coleguilla. No puedes ser tan tonto. ¿De verdad te atreves a pasear orgulloso la bandera española porque veintitantos jóvenes como tú, pero millonarios, han metido la pelotita en su sitio? ¡Ah! Perdona, ya lo entiendo. Resulta que si sales a la calle te llaman antisistema, y eso queda fatal en el expediente. Pues no sé qué decirte. Permíteme que te hable de ese sistema.

El sistema… En el siglo pasado, la infancia y la juventud eran una carrera de obstáculos para alcanzar el bienestar, y el estudio era el camino más directo. Pero cuando tú naciste el sistema se había dado la vuelta. Te concedieron un crédito vitalicio sin saberlo. Goza de la abundancia, cachorrito, vive al día tu juventud, gasta a manos llenas y vive como un potentado mientras vayas al colegio, que ya nos lo cobraremos. Oiga, ¿es todo por la patilla? ¿No hay truco? Que no, chaval, que España es así ¡Campeones, campeones, oé, oé…! ¡Soy español, español…! ¡Ah! Pues vale, me deja usted más tranquilo.

Pero este sistema te reservaba una sorpresa. Bueno tío, que tus mayores, con los políticos y banqueros al frente, nos hemos pulido la pasta. Todo aquello que te dimos a crédito en tus años mozos, ahora lo vas a pagar -con sudor y sangre-. ¡No me jodas! ¿No era gratis? Resulta que no. Nosotros nos quedaremos sin pensiones, y más de uno sin trabajo, pero que nos quiten lo bailado. Ya sabemos lo que es tener un recibo del gas, vivir en pareja o que te curen la neumonía en el centro de salud de tu calle. Digamos que ya hemos amortizado lo de ser europeo. Ya, pero, ¿y los jóvenes? Lo mismo, pero en vuestro caso la campana del recreo ha sonado a los veinte años. Hay que joderse con el sistema. Total, que en unos años hemos refundado el concepto de JASP, pasando del “joven aunque sobradamante preparado” al “joven aunque sobradamente puteado”.

Como los jóvenes tarden mucho en reaccionar, y la selección de fútbol siga con el tiqui-taca, mucho temo que lo más cercano a un cambio de sistema será conspirar creando un grupo de Facebook o incendiando la red con lo del pan y el chorizo en el Twitter.

El sistema debe estar absolutamente acojonado.

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lunes, julio 16th, 2012

Nueva biblioteca de descarga

 Nuevo acceso a la descarga gratuita de mis libros, en pdf y ePub: http://www.antoniojroldan.es/libreria



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domingo, junio 17th, 2012

 

Un begoñito nunca se rinde

 

Empecé mis estudios en un colegio nacional que fue inaugurado por Franco, como proclamaba la placa de la puerta principal. Algunos de mis profesores, durante la transición democrática, echaban más de una lagrimita cuando pasaban junto a ella, acordándose del principito (el Borbón), Suárez, Torcuato y la madre que los parió. Otros, como don Juan, no convertían sus clases en un campamento del Frente de Juventudes, sino que se ganaba el respeto mediante el afecto que sus alumnos sentían por él. Aprendí en mi infancia que un maestro puede ser violento e intolerante, pero también que existen personas que llegaban a la educación por vocación.


Pasaron los cursos y con ellos mis años en el colegio. El bachillerato me esperaba fuera de allí y debía escoger un nuevo centro en el que continuar mis estudios. Junto a nuestro colegio destacaba imponente el de los curas (para ellos) y un poco más alejado el de las monjas (para ellas). Los unos tenían hasta piscina y las otras un salón de actos tan grande como el cine Concepción. Mientras tanto, nosotros jugando en un foso de cemento que no tenía nada que envidiar a los muros de Alcatraz. Sin embargo, no éramos los únicos… Durante nuestras incursiones en el polideportivo municipal, donde hacíamos la educación física, había unos alumnos que sufrían como nosotros la ausencia de instalaciones deportivas. Se trataba del Colegio Begoña, un centro educativo del Hogar del Empleado, que ocupaba los bajos y locales adyacentes de un edificio similar a una colmena humana.

 

Contaba la leyenda que era un colegio tan exigente como el de los curas, pero laico y espartano. Durante los meses previos a la sublime decisión, observé como los compañeros más estudiosos de mi clase se decantaban por el Begoña. Eso significaba dos cosas: una, que si yo me consideraba un buen estudiante debía unirme a ellos, con todas sus consecuencias en lo que fue un ataque de masoquismo, porque mi autoestima no daba para mucho. Dos, que iba a trabajar de lo lindo. Dicho en otras palabras, seguir en el Betis de titular o fichar por el Real Madrid y ser un suplente apañadito.

 

 

Y allí fui, ufano, inocente y despreocupado…

En pocas semanas pasé de la placa de Franco a realizar un trabajo sobre Felipe González y su investidura como presidente del gobierno. Mi clase de machirulis de toda la vida se había transformado en una aula mixta repleta de chicas (puedo asegurar que todas eran guapas). Mis autoritarios profesores eran ahora personas cercanas y con una obsesión democrática que me sorprendía. Incluso tenía un tutor que ejercía como tal.

El colegio era lo más original que había visto en vida, un laberinto oscuro cuyo pasillo principal evoca un bunker o una alcantarilla. Las cucarachas mostraban sin pudor el ciclo completo de la vida, y cuando digo completo es completo (aquello parecía una maternidad para coleópteros). Todas las asignaturas duplicaban el nivel de exigencia que yo había experimentado en mi colegio nacional, así que en la primera evaluación recibí tres suspensos. Eso sí, nunca me han suspendido con tanta educación. Félix me dirigió una mirada tan tierna para anunciarme mi cate en matemáticas que lo sentí más por él, que por mí. Alicia se disculpó por no poder subirme el cuatro. Acepté sus disculpas, por supuesto. Y quedaba Concha, que me miró como quien observa un bacilo por el microscopio y me anunció eso de que o me ponía con las ciencias en serio o iba a ser diseccionado en directo. Por supuesto, con un tono de voz respetuoso y sereno.

 

En una semana acababa de descubrir que me había metido en un embrollo memorable. ¿Era capaz de aguantar el nivel de ese colegio? ¿Era un buen estudiante o me había sobreestimado? No encontré la respuesta, porque mientras deshojaba la margarita (“soy un cenutrio”, “soy un vago”, “soy un cenutrio”, “soy un vago”…), resulta que voy y me meto en la adolescencia. Eso fue ya el acabose… Pero no es el tema de este post.

Mis profesores en el Begoña fueron muy exigentes conmigo, me exprimieron con cariño, pero con dedicación. No me di cuenta en aquellos momentos del enorme favor que me estaban haciendo. Sólo recuerdo el odio que sentía cuando me suspendían o me creaban aquella ansiedad cuando llegaba al colegio. Primero de bachillerato, segundo, tercero… Y entonces ocurrió. Llegó el último curso, COU, el que daba paso a la selectividad y a la vida adulta. En el que debía ser el año más duro y decisivo, desperté. Todo lo que me habían apretado durante tres años me fortaleció y me otorgó una preparación y unas herramientas que nunca imaginé. Logré buenos resultados en dos huesos como física y dibujo, y ni yo mismo me lo creía.

Al curso siguiente, animado por mi último curso en el Begoña me arrojé (literalmente) a la facultad de Matemáticas, donde fui torturado algebraicamente y derivado en mi amor propio. Basta decir que a la profesora que considero “mi favorita” le otorgué ese privilegio porque se limitaba a transcribir unas fotocopias en la pizarra que luego yo me agenciaba en la biblioteca. Fueron mis mejores apuntes. Como pasó en el Begoña el primer tortazo fue apocalíptico y los suspensos caían cada año de tal forma que ya hacían callo en mi estado de ánimo. ¿Por qué seguir? Nunca lo conseguiría… ¡No! Un “begoñito” nunca se rinde. En el Begoña me enseñaron que vale la pena pelear por un objetivo, que la exigencia y los malos ratos te hacen fuerte y que si aguantas hasta el final, y lo das todo, ganarás la partida.

 

Terminaba la carrera cuando decidí sacarme el carnet de conducir y escogí una autoescuela cercana al Begoña, a ver si me daba suerte. Una hora antes de cada clase teórica me iba a clase, le pedía a la secretaria las colecciones de test y me ponía a estudiar. Un día mi profesor me puso de mote, con cierto cachondeo, “Mr Test” y yo le respondí que había estudiado en el colegio de al lado y que por eso sabía que tenía que acudir al examen muy preparado y que me gustaba la exigencia. Desde aquel día mi profe me reservó las preguntas más puñeteras, las clásicas con trampa, para satisfacer mi demanda. Se lo agradecí cuando logré aprobar a la primera.

Con el paso de los años me he dado cuenta que me fui del colegio Begoña sin dar las gracias. Cosas de la edad… En la adolescencia se vive al día y yo tenía muy presentes mis veranos estudiando latín o ciencias. Así, que hoy lo voy a hacer, sabiendo que muchos de los destinatarios de mis palabras ya no están con nosotros.

Pedro y Alfonso (profesores de dibujo): aprendí de vosotros el amor por el trabajo bien hecho y que un borrón duele porque arroja a la basura el trabajo de muchas horas. Ahora que me suelo pelear con los ordenadores, en casa y en el trabajo, y sé lo que es un archivo que se va al limbo, he aprendido la “técnica de Pulgarcito”, que consiste en dejar miguitas de pan por el camino para volver atrás cuando te pierdes por el bosque. Cada paso atrás debes compensarlo con dos hacia adelante.

Alicia (Historia): la primera profesora que tuve en mi vida con conciencia política. El otro día pude agradecerte en persona lo que aprendí de tus debates, donde supe que ninguna verdad es absoluta y que la democracia no era un rollo de los políticos, sino un principio que estaba presente en lugares tan poco significativos como una clase de bachillerato. Por cierto, por ti no pasan los años…

Concha (naturales y jefa de estudios): al poco de jubilarse nos dejó. Fuiste la primera mujer que conocí que ocupaba un cargo. Hoy, en el siglo XXI,  suena a risa, pero para mí fue así. Cuando viste que no reaccionaba me llamaste vago en público, porque sabías que llamarías a mi orgullo. Por eso aprobé tu asignatura. Tu libro de geología y biología de primero de bachillerato es de los pocos que me gustaría recuperar como recuerdo. También te agradezco aquella mágica noche que nos llevaste con tu marido (que nos invitó a unos chatos en una antigua taberna) a visitar el Madrid de los Austrias. Desde entonces cuando piso esas calles suelo acordarme de ti.

Raquel (inglés): como mis padres me llevaron unos años antes a una academia de idiomas, reconozco que para esta asignatura no estudiaba mucho. Alguna vez me dijiste que si me ponía en serio sacaría sobresaliente, pero como estaba tan agobiado con las otras materias admito que me tomé el inglés como un receso dentro de las seis horas diarias de clase. Un día organizaste un miniconcierto acústico en el que mi compañera Olga (¡gracias a ti también!) cantó con la guitarra el tema “Yesterday” de los Beatles. Desde entonces cada vez que escucho esa canción mi mente viaja a mi antiguo colegio y a mi adolescencia.

Yesterday,

Love was such an easy game to play
Now I need a place to hide away
Oh I believe in yesterday

(Foto de Alicia, mi compañera Olga Rodríguez y Concha)

Ricardo (educación física): todavía debo tener agujetas de tus clases, estoy seguro. El test de Cooper, las marcas necesarias para aprobar (me río yo de las mínimas olímpicas), las clases de voley o gimnasia artística… Gracias a tu exigencia pude disfrutar del baloncesto o la bicicleta muchos años. Todavía hoy sigo pedaleando y me lanzo unas canastas en mi barrio de vez en cuando.

Julia (música): aunque era una profesora de la especialidad de ciencias, por algún motivo se encargó de impartir la clase de música en 1º de bachillerato. Por supuesto, no vimos solfeo, claro, pero nos hizo un regalo maravilloso que nunca olvidaré. Dedicamos todo el año a conocer la música moderna del siglo XX, el rock sinfónico, el heavy metal, los cantautores españoles… Cada grupo de alumnos escogían sus grupos favoritos, los exponían en clase y complementaban el trabajo con la audición de algún LP en un enorme tocadiscos estéreo. Maravilloso. El mejor momento del horario escolar. Ahora que soy profesor, sospecho que a Julia le completaron el horario con la música y que, ante semejante marrón, optó por la solución más sencilla. ¡Qué acierto! (Ver post antiguo: Adiós, Woolly)

Pilar (lengua y latín): Leíste mis exámenes, que con la caligrafía que me gastaba (sigo igual, sorry) ya es de agradecer. Cuando descubrí que el latín no era lo mío tuviste el detalle de darme un aprobado en diciembre para ver si me motivaba, pero no. Durante todo el verano comprendí a Asterix y Obelix, y llegué a septiembre in albus, tras un verano movidito en emociones. Creo que me aprobaste por compasión. ¡Gracias!

Don Gregorio (literatura y director): era el profesor más veterano del colegio y yo, con mis recuerdos falangistas de algunos diplodocus de mi infancia, reconozco que cuando lo vi entrar en clase las gónadas se me subieron la pescuezo y temí regresar a otros tiempos. Me equivoqué, era un tipo formidable. Recuerdo que la hermana mayor de un compañero me dijo un día que este señor se pirraba por los esquemas, así que en el primer examen probé suerte y le planté uno monísimo antes de desarrollar las respuestas. Días después llegó a clase con los exámenes corregidos, y nos dijo que en bachillerato había que hacer los exámenes muy claros, con las ideas ordenadas y sin añadir paja. Entonces sacó mi examen, lo mostró en público y lo señaló como modelo de lo que debía ser. Hay que ponerse en mi lugar… Un año entero recibiendo palos, con todos los complejos de un adolescente y, para colmo, el miedo que tenía a ver por dónde salía el único “don” que había entre los profesores. Y entonces va aquel profe y me inyecta una compuesto de autoestima en vena, así sin avisar y sin anestesia. Desde aquel día me aficioné a la literatura, frecuenté la biblioteca de mi barrio (Ver post antiguo: El templo del saber) y comencé a escribir alguna cosita a escondidas, embrión de lo que sería mi diario un año más tarde.

 José Mª (matemáticas y física):No es casual que le deje para el final. Hoy en día soy profesor de matemáticas, y tengo cada año unos cien “pavitos”a los que llevo por los extraños vericuetos de esta materia tan temida. Muchas veces les he contado a ellos la historia de su profesor, que suspendió las matemáticas con catorce años y que, a pesar de todo, no arrojó la toalla y hoy es él el que pone los exámenes. Tambien les digo que en mis clases trato de imitar, humildemente, al mejor profesor que tuve en este área, José María, alias “el Máster”. Por su culpa procuro que en mis clases reine un ambiente distentido, con momentos para el humor y para la seriedad. Mis exámenes están corregidos rápidamente porque así me lo enseñó mi profesor. También sé que cuando me equivoco en la pizarra debo aprovechar para recordarles a mis alumnos que de los errores se llega al acierto y que hasta un matemático puede despistarse. Los apuntes que doy aprendí de José Mª que deben ser ordenados, secuenciados y relacionados. Hace unos años me llegó el rumor de su muerte y lamenté mucho no haberle podido decir que, sin saberlo, fue un poco mi mentor como profesor de matemáticas.

Han pasado veintiseis años desde que dejé el Begoña y este año resulta que ha cerrado sus puertas definitivamente. Normal. Ahora las familias que acuden a un colegio lo hacen como clientes, y a un cliente no lo puedes recibir en cualquier sitio, y menos si parece un callejón del Bronx. Hoy en día las instalaciones, la imagen y los mimos que reciben los alumnos están por encima de la los criterios pedagógicos y, por si fuera poco, la exigencia está pasada de moda.

 

Esta semana, con motivo del cierre del Begoña se ha organizado un encuentro de antiguos alumnos y profesores, en el que hemos podido visitar nuestras antiguas aulas. Fue una tarde muy emocionante, repleta de recuerdos. Me llevé un regalo inesperado: mi ficha de alumno de 1982. ¡No me lo podía creer! Pero el mayor regalo fue el comprobar que los rumores eran falsos, y que José María, mi maestro junto a don Juan, estaba allí, paseando bajo los banderines de la fiesta. Me acerqué a él, le conté mi historia y me dijo: –a mí me pasó como a ti, que tuve un profesor que me marcó. Se llamaba don Ramón. Dentro de unos años se te acercará un antiguo alumno, como tú lo has hecho hoy, y te dirá que tú eres el causante de su amor por la enseñanza. Ya lo verás. ¿Sabes una cosa? La vocación por la enseñanza no se hereda, pero sí se transmite de profesor a alumno.

También le conté que en mis primeros años, cuando en mis explicaciones de matemáticas llegaba con mis alumnos a un punto conflictivo solía decir la frase que él empleaba en el Begoña: “¡Maldición, dijo Dick Turpin lanzando el sombrero al aire“, pero que dejé de hacerlo. Antes de explicarle el porqué, José María se adelantó y me dijo: Seguro que dejaste de hacerlo porque los de la ESO no sabrían quién demonios era el tal Turpin. Pues sí, así fue.

Me despedí de José María agradeciéndole una vez más todo lo que me enseñó. También le conté la historia a su hijo, para que un día la nieta de José María supiera cómo era su abuelo. En ese momento comprendí que había llegado el momento de cerrar la puerta del Begoña, aquella que quedó entornada cuando me fui a la facultad. Busqué a mi pandilla del Begoña y nos fuimos a tomar una caña por los viejos tiempos.

Ahora mis alumnos se enfrentan a los exámenes finales, en una época de crisis que les va a obligar a esforzarse más que nunca. Van a necesitar nuestra exigencia,  así como nuestra cercanía. Actualmente trabajo en un colegio concertado,veinte veces más grande que el Begoña. En él trabajamos dos antiguos alumnos del Begoña, Toñi Blanco y yo. Sé que la vida que les espera a mis alumnos ahí fuera no será un lecho de rosas, pero os puedo garantizar que por nuestra parte no os dejaremos caer, porque un begoñito nunca se rinde

(PUBLICADO EN EL “FUHEM INTERCENTROS”: enlace )


 

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miércoles, mayo 16th, 2012

La marca del Purgatorio

 

 

Los que faltaron a Dios con mala voluntad, y no supieron arrepentirse antes de la muerte, arrastrarán para siempre su pena y su culpa. Dios siente compasión por estos condenados, por lo que la pena que sufren no es infinita en la cantidad, tan sólo en el tiempo. Sin embargo, son muchas las almas que aceptan su voluntad y que se mantienen puras gracias al arrepentimiento de sus pecados. ¿Por qué entonces se demoran en ir a su encuentro? Os lo diré: están manchados por las errores que cometieron.

Descarga gratuita en:

http://www.antoniojroldan.es/Zahra.htm


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domingo, marzo 25th, 2012

 

El templo del saber

 

El otro día me enteré de que la célebre Enciclopedia Británica va a dejar de publicarse en papel puesto que ya sólo suponía un mísero 1% en las ventas totales. Parece ser que el resto del negocio se mantiene con prosperidad en internet a pesar de la competencia de la Wikipedia. “Parece lógico”, dirán algunos, o “¿qué coño es una enciclopedia?”, preguntarán los más nuevos. El caso es que, entre los eBooks y las webs de consulta, poca gente se animaba a enlibrar el salón como en aquellas añejas consultas de medicina y abogacía que olían a tabaco de pipa y a lignina avejentada.

Todavía recuerdo con cariño mi primera incursión en una biblioteca para perpetrar un trabajo de geografía para el colegio. Se trataba de una biblioteca patrocinada por una caja de ahorros, muy cercana al parque donde jugábamos. Allí acudimos seis preadolescentes para empaparnos de conocimientos sobre alguna de nuestras provincias, cuyo nombre no consigo recordar. Total, todas me parecían iguales, salvo por el escudito y el traje regional que apreciaba en mi colección de sellos. El caso es que nos presentamos allí, con nuestras carteras a la espalda, ante la bibliotecaria, una mujer que nos parecía una anciana, pero que no debería pasar de los cincuenta años. Mote inmediato: la señorita Rotten Meier. Ella nos miró con una mezcla de espanto y severidad que, así de primeras, nos acojonó bastante, seamos sinceros. Nos señaló una mesa situada en la entreplanta, alejada del resto de lectores, y nos dijo que había que hablar en voz baja, colocar cada libro donde estaba y no sacarse el bocata para montar un picnic, que para eso estaba el parque. Asentimos gravemente y nos dirigimos hacia nuestro confinamiento.

Primer imprevisto. Estábamos situados frente al estante de las revistas. Desbandada. ¿Un quiosco por la patilla? ¡Maricón el último! Tic, tac… Tic, tac… Bueno tíos, habrá que sacar la cartulina y empezar a trabajar, ¿no? De acuerdo. ¿Quién pregunta a la abuela? A mí no me mires, que tengo cara de sospechoso. Bueno, pues voy yo. Vamos sacando las fotos, las láminas, las tijeras y el pegamento. Nuestro héroe baja hacia el mostrador. Pasan los minutos… Este se ha perdido. No, mira, ahí viene. ¿Qué traes? Un Asterix, chavales. Junto a la cacatúa está el estante de los tebeos. ¡No me jodas! Las tijeras caen al suelo con estrépito, una silla se resbala bajo la mesa y el pegamento se queda goteando sobre la cartulina. Un señor circunspecto nos mira con desagrado. Desgraciadamente no llegamos a nuestro objetivo. La guardiana del templo del saber nos arrincona en la escalera y nos da un ultimátun. Aquí se viene a trabajar y si no, a la calle. ¿Estamos? Estamos, estamos, faltaría más. De nuevo a nuestro campo de concentración. Un gracioso laguito de pegamento nos recuerda que debemos sumergirnos en nuestro mural. Este es el plan. Media hora a tope para terminar esto y luego tiempo libre para leer lo que queramos. ¿De acuerdo? ¡Bien! Pues a ello…

El inicio del bachillerato coincidió con mis primeros escarceos literarios (los otros no tocan hoy), por lo que me busqué una biblioteca más extensa, que resultó estar a más de media hora de mi casa. Si la biblioteca del parque tenía cierto encanto y un aroma a libro polvoriento que le otorgaba cierta solera, esta parecía diseñada para desanimarte. Junto al cajón de las fichas había unos papelitos para anotar la signatura de los libros, los cuales descansaban tras un mostrador, donde un tipo bastante descuidado te miraba con infinito desprecio y te recibía con aburrido ademán tabernario. Se perdía entre unos estantes metálicos y te lanzaba el libro sobre el mostrador como quien sirve una de aceitunas. Tú lo hojeabas con atención, sabiendo de antemano que no habría huevos para decirle al carcelero que devolviera al reo a su celda porque no era lo que buscabas.

Afortunadamente, en la universidad pude gozar de nuevo en una biblioteca, gracias al esmero con el que muchos de mis docentes me empujaron a ella, desesperado por convertir mis apuntes en un medio para recibir la inspiración que me faltaba en sus clases. Cada mañana pasaba dos horas en la biblioteca antes de iniciar la jornada y desde entonces asocio el olor a papel viejo con el estudio. Coincidió que en aquella época abrieron una flamante nueva biblioteca, con los fondos de otra más antigua, por lo que abandoné al tipo de los papelitos y me hice cliente de esta. Una gozada. Olor a rancia sabiduría en un edificio de nueva generación. Recorría todos los estantes uno a uno cada quince días, buscando sobre todo literatura española contemporánea y fue cuando de verdad me convertí en lector.

Durante el servicio militar tuve que estudiar mi última asignatura para terminar la suicida carrera de matemáticas. ¿Qué sitio más parecido a una biblioteca que un cuartel? Olor a vetusto, mobiliario de cuando Franco era recluta, consignas de Napoleón e himnos imperiales. Tuve la suerte de estar destinado en la sala de teletipos, donde el aroma a papel perforado me recordaba a la biblioteca de mi infancia y mi comandante me obsequiaba con la misma mirada asesina de la señorita Rotten Meier cuando me pillaba profundizando en la configuración de un sistema operativo. Luego me mandaron a filiaciones, para gestionar las hojas de servicios de mis superiores. Los formularios para la concesión de las Órdenes de San Hermenegildo me producían la misma hilaridad que Wenceslao Fernández Florez. ¡Qué recuerdos! Supongo que con los años algún capitán se habrá acordado de mí cuando haya presentado su hoja de servicios para la jubilación, en la que estaba prohibido realizar tachaduras, por lo que más que gazapos allí quedaron liebres.

Y llegamos al siglo XXI… Mis pavitos ya no consideran a los libros como intermediarios entre la ignorancia y la cultura, sino como meros cómplices en su tortura escolar. Tampoco el profesor es hoy aquel ser mitológico que lo sabía todo. Ambos hemos perdido el estatus de transmisores del conocimiento para convertirnos en gestores de sus notas y responsables de sus consecuencias. Por eso, los libros de texto son ahora torturados, grafitados y vilipendiados. Su aroma a curso nuevo en septiembre es para muchos alumnos un pestazo a esfuerzo y horas perdidas en el estudio. Total, la Blackberry va caer aunque suspendan hasta el recreo.

Aquellos profesores de mi infancia, que abrían un libro y te mostraban el mundo, presentarían la carta de dimisión se vieran el desinterés con el que muchos adolescentes se enfrentan a su formación en un momento de nuestra historia -crisis aparte- en el que el acceso a la información es tan sencillo que hasta las enciclopedias siguen la senda de los dinosaurios camino de su extinción.

Afortunadamente siembre hay algún alumno que saca un libro entre clase y clase, abre sus páginas y sueña por un momento con mundos sin Tuenti, Twitter o Facebook mientras que un balón vuela sobre su cabeza rozando el proyector del techo. Todavía hoy encuentro alumnos que acuden a la biblioteca por la mañana por gusto, no porque sus padres los hayan aparcado hasta la hora de entrada al colegio o porque algún profesor los mande allí como penitencia.

Hoy en día cualquiera puede publicar un libro -incluso un mindungui aficionado como yo-, compartir un vídeo de gatitos o mandarnos las fotos de su borrachera en la playa gracias a internet. Confieso que tengo un lector de eBooks en color de lo más aparente para divertirme con los tebeos de mi infancia, que me he descargado en algunos foros para nostálgicos chalados, pero los libros los prefiero en papel, con sus esquinitas dobladas, sus hojas amarillentas y sus recuerdos perdidos entre sus páginas.

Seré un troglodita, pero un troglodita de lo más feliz.


 

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